Juan Miguel GUTIÉRREZ
Se han apagado ya las luces brillantes de las salas de cine. Simultaneamente se encienden las luces algo más tenues de los recuerdos. Es la hora de hacer balance de lo que ha sido la edición 63 del Zinemaldia. Lo primero que destacaría es la clara proyección hacia adelante del festival. Todas las salas (este año hemos tenido una más, la espléndida de Tabakalera) han estado repletas de público. Respondiendo al grito de batalla de los organizadores: ¡Todos al cine!. Cada cual ha encontrado su película. La oferta era amplísima y para todos los públicos posibles, El espectador así lo ha percibido y cumplido con las perspectivas más exigentes de los organizadores. Hasta tal punto los aficionados han abarrotado las salas que se bislumbra en perspectiva un cierto colapso, un “morir de éxito” que los organizadores tendrían que prever antes de que les estallara en pleno rostro.
Es la hora de hacer balance de lo que ha sido la edición 63 del Zinemaldia.
El Festival en su sección a concurso ha roto con las barreras académicas que limitaban la elección de películas al cine de autor, que excluía en su postura canónica a géneros denominados menores como el cine de género (cine de terror, animación, de acción, comedia musical, cine experimental, documentales, etc.) En este festival la elección de películas ha sido arriesgada, sin miedo a equivocarse, propuestas del cine de autor más personal y novedoso fuera de las normas habituales que, visto en perspectiva de futuro, será el cine del mañana.
Me gustaría también celebrar algunos aspectos del festival que pasan desapercibidos para el público en general, pero que constituyen uno de los pilares de una labor callada a favor del cine como industria y como fábrica de buenos profesionales. Pocos aficionados se han dado cuenta que mientras ellos disfrutaban de películas, paralelamente se desarrollaba una actividad frenética de gente de la industria comprando o vendiendo películas ya terminadas, cineastas que intentaban conseguir financiación para sus próximas obras, jóvenes ávidos de aprender que proyectaban sus trabajos o recibían master-clases de reconocidos profesionales.
Dejemos ya esta visión de conjunto y volvamos a la memoria que, caprichosa, permanece fiel a algunas películas que han marcado la inteligencia y/o el corazón de éste que escribe, espectador y diletante. Elección subjetiva, como no puede ser de otra manera. Cierro los ojos y hay imágenes y sonidos que me envuelven de manera recurrente.
Todas las salas han estado repletas de público. Respondiendo al grito de batalla de los organizadores: ¡Todos al cine!.
Así “El botón de nácar” del chileno Patricio Guzmán, segunda pieza de una trilogía que ya inauguró con “Nostalgia de la luz”. El veterano Patricio Guzmán logra unir en un mismo relato lo más grande y universal, lo cósmico, con lo más concreto y pequeño, lo cotidiano o lo histórico. El botón de la camisa de un indígena habitante de la Patagonia chilena se entremezcla, gracias a las heladas aguas del mar patagón, con otro botón, éste proveniente de otra camisa, propiedad de un prisionero torturado y asesinado, arrojado al mar en tiempos de la dictadura. Cine pausado, mecido por la fascinante voz de cuenta-cuentos del propio Patricio. Cine de reflexión que aúna una concepción panteísta de la vida y la naturaleza con una actitud revolucionaria de denuncia y lucha. Una obra redonda, no sólo en su estructura formal sino también en la manera como aborda su temática. Para mí la gran película de este festival.
“Nuestra hermana pequeña” del japonés Hirokazu Kore-eda nos sumerge en el encuentro de tres hermanas con una desconocida hermanastra. Con una sutileza grande el maestro Kore-eda nos muestra la influencia que esta sorpresiva incorporación de una extraña al universo familiar que se diría cerrado, lejos de ser una fuente de conflictos (como pediría la narrativa tradicional) sea una presencia enriquecedora y potenciadora del placer que puede surgir de las relaciones interpersonales. La película es un canto al amor familiar, respira hedonismo y deja un buen regusto en el espectador, que la contempla con una sonrisa permanente, rendido ante el atractivo de los pequeños placeres de la comida, la placidez de una vida de cariño y sin conflictos.
"Sunset Song” del británico Terence Davies adapta al cine la novela del escocés Lewis Grassic Gibbon. Ambientada en la primera guerra mundial cuenta la vida de la gente humilde en las tierras altas de Escocia. Campesinos aferrados a una tierra pobre e ingrata, rodeados de lluvia y de tradiciones tan inmutables como retrógradas, que impiden todo progreso, emancipación de la mujer y desarrollo humanos. Como telón de fondo una guerra: la “gran guerra”, que, aunque parezca no tocar de cerca a los campesinos, termina por implicarlos con su corolario de indignidad y muerte. Terence Davies aplica su estilo solemne y elegante, puntuado de canciones tradicionales (un signo de identidad en su estilo fascinante) a describir la tragedia de estos personajes que no tendrán más alternativa que continuar la vida o lo que les quede de ella entre las ruinas de sus casas rodeados de misoginia, lluvia y miseria.
“Amama” de Asier Altuna.
“Amama” de Asier Altuna es sin duda la película vasca más importante del año. Más allá de su importancia por estar hablada en euskera destaca por el intento de trasladar al lenguaje cinematográfico unas claves estilísticas y narrativas propias de la manera vasca de contar y concebir la vida. Es un profundo análisis de un mundo, el rural, ligado al “caserío-casa del padre”, plasmado a través del conflicto entre el padre y los hijos. Un mundo que desaparece a un ritmo rapidísimo y que conlleva el peligro de dejar a las nuevas generaciones sin las referencias sólidas que el mundo antiguo había mantenido durante generaciones. Testigo de este mundo pasado que se pierde sin remisión se coloca la figura de la Amama que mantiene en su ser el espíritu inalterable de las 80 abuelas que, según el análisis “oteiziano”, separan el presente de un pasado neolítico donde se forjaron las esencias de la cultura y ser vascos.
Desde hace tiempo he reivindicado la necesidad de que se hiciera un cine vasco que tuviera en cuenta desde el inconsciente las maneras vascas de narrar, de colocar los elementos plástico en uno u otro encuadre, de utilizar significativamente los colores de acuerdo al sentido cromático-conceptual de los vascos, de articular las metáforas según el imaginario de la cultura vasca popular, etc. Con excepción de algunas obras singulares (Ama Lur, Loreak, Aupa Etxebeste, Urte berri on amona, o algunos momentos en las obras de Montxo Armendáriz) no había encontrado signos reconocibles de esta manera vasca de contar. En Amama los encuentro y lo celebro. Son la expresión de un cine vasco en plenitud de facultades que augura un brillante futuro.
Con todo me gustaría puntualizar algunos detalles que considero, desde mi humilde opinión, están menos conseguidos en la película. El personaje de la amama es excesivamente estático. No habla, apenas se mueve, permanece demasiado a la expectativa, sólo mira, apenas reacciona. Subraya demasiado su carácter de símbolo. Se muestra como un árbol más, como una roca inmóvil, desde la eternidad ahí y que nadie ni nada moverá. El protagonismo del film es claramente atribuíble al padre y a la hija. Me hubiera gustado más una amama más viva, que reaccionara al entorno y participara activamente en la vida del caserío.
Otro punto que me parece discutible es el centrar el conflicto casi únicamente entre el padre y la hija dejando relativamente en la sombra las reacciones de los otros dos hermanos. La película atribuye a cada hijo un color, escogido para ellos en su nacimiento por la amama entre la paleta cromática básica para la mentalidad primitiva vasca: el rojo (hijo mayor) el blanco (el segundo hijo) y el negro (la hija pequeña). El árbol negro está muy bien retratado en sus reacciones de rebeldía. El blanco, el segundón, el perdedor, también. Aparece en un momento clave para plantear, desde la perspectiva que le da su condición reflexiva, de servir de marco de referencia, el consejo decisivo que apacigüe los conflictos y devuelva las aguas revueltas a su cauce habitual. El hijo mayor, el árbol rojo, está voluntariamente borrado. Aparece sólo al principio y al final con intervenciones decisivas, pero que a mi entender hubieran debido ser más integradas y profundizadas en el desarrollo de la trama.
Todas estas consideraciones está claro que apenas empañan una obra madura que coloca a nuetro cine vasco en una buena dirección.
“Un otoño sin Berlín” de Lara Izagirre fue la gran sorpresa del cine vasco (de Kixi Altuna ya esperábamos algo potente) pero ante la desconocida primeriza Lara Izagirre, sólo conocida por algunos cortometrajes, sabíamos bien poco. Su película es espléndida. Demuestra sensibilidad en el tratamiento de situaciones complejas, en la concepción del ritmo, en el reparto del espacio enmarcado por un encuadre 4:3 que favorece la intimidad de las escenas, en la dirección de actores —magnífica Irene Escolar— que transmite una sesación al mismo tiempo de madurez y de frescura. Auguramos un buen futuro a nuestra cineasta más joven.
Este año el cine vasco ha tenido más nivel que otras ediciones ya que tanto “Muros” como “Distrito 0” o “Gure Sor lekuaren bila” son una muestra de la pujanza del documental en el cine vasco como lo son “Psiconautas” o “Pos eso” en el campo de la animación para adultos.
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